Ankara
A través
de él, descubrí la belleza del Mundo, y reconocí que cuando estaba conmigo,
éste me pertenecía.
Las
cadenas dejaron de silbar en el aire cuando mis manos las aferraron con fuerza,
frenando su movimiento pendular de golpe. Tras el sonido vibrante y carnal que
abandonaron mis amputados jadeos en la afonía de la estancia, el silencio
volvió a retomar su protagonismo. Un protagonismo que azuzaba un miedo visceral
en mi interior.
Se situó
detrás de mí, -como un gato que juega con un ratón y sabe, sin riesgo a error,
cuál será la suerte que correrá entre sus traviesas manos-, dibujando con su
dedo una línea imaginaria que perfiló el contorno curvo de mi cintura,
contemplando con visión de delirante artista, las exquisitas marcas que aquel
látigo empuñado por la dureza de su mano había horadado en el cálido nacarado
de mi piel. Las acarició celosamente, con suavidad, con cuidado, siguiendo el
perímetro de su infinito perfil, haciendo valer sus Derechos como Autor. Mi
espalda no pudo evitar dar un pequeño respingo al contacto de su mano sobre
ella. Aquel roce, aunque grácil, quemaba mi dermis hasta obligar a arquear el
torso en forma de sinuosa y flameante llama, alimentada de un dolor refinado y
elegante, que ÉL se aprestó a aliviar con una cadena de besos paliativos, a lo
largo de las irónicas filigranas de color escarlata trazadas hábilmente por el
relieve del látigo.
Abrí
lentamente los ojos cuando noté sus caricias deambular despacio por el calor
que desprendían mis mejillas. Mi Señor paseó sus dedos confiados por el borde
de mis labios, de mis dientes y jugueteó con ellos dentro de mi boca. Sus ojos
color esmeralda nunca dejaban de escribir aquel Prólogo encabezado por una
mirada de propietario cuando, de un envite seco, aproximaba mi cuerpo al suyo.
En ellos se leía la soberbia de quien se sabe adorado, de quien sabe que cada
una de sus órdenes, que todos sus Deseos, serán acatados y satisfechos,
-incluso en el peor de los casos-, sin disputar palabra.
Mientras la lujuria esbozada por nuestras pupilas ensamblaba su haz de luz en
el otro, mi lengua lamía su mano con la fidelidad que sólo los perros dispensan
a quienes les cuidan. Saboreé cada uno de los delicados movimientos que éstos
urdían en la oquedad húmeda de mi boca y lamí el deleite que para él suponía
aquel gesto de complacencia.
Cuando
liberó mis muñecas de la frialdad de los grilletes, la musculación definida de
sus brazos, abarcó la estrechez débil y temblorosa de mi cuerpo en un abrazo
que estremeció cada parte de mi ser. -a esas alturas ya suyo, pues aquel ser le
pertenecía por completo-. La enormidad de sus manos aterrizó sobre la base
firme de mi espalda, y su índice, siguió ceremonial cada una de las
ondulaciones que tallaban las vértebras, al mismo tiempo que mi cuerpo
experimentaba una excitante descarga que sacudía la espalda en una ráfaga de
extraño goce.
Su mano,
anudando ligeramente la mía, -los dedos entrelazados en un roce tímido, casi de
sonrojo adolescente-, como decenas de hilos de seda, invisibles a unos ojos
cegados por la Entrega, guió la sombra de mis indecisos pasos hasta alcanzar el
borde de la cama. Situada de espaldas a ella, un leve empujón me hizo caer con
sutileza sobre las sábanas de satén que envolvían nuestra noche de Pasión. Mi
cuerpo -e irremediablemente mi Alma-, completamente desnudo ante ÉL, temblaba
bajo la severa Autoridad que, ante la multa carnal -con recargo por demora-,
iba a ser cobrada de manos de un Amo carente -en más ocasiones, quizás, de las
deseadas- de compasión.
- Sólo Dios ofrece misericordia. Sólo él puede mostrar piedad con las almas
condenadas.- recalcó, cuando el abismo que se abría en sus ojos dejaba escapar
la perversidad de sus Demonios.
Su
mirada se hizo lineal, se tornó desafiante, adquiriendo una expresión cruel,
feroz, animal, con la satisfacción de observar el miedo en los ojos acuosos de
quien tenía frente a sí, con el deleite en la boca de despedazar finalmente la
ansiada y deseada presa, de arrancarle con la voracidad viciada de sus fauces,
un pudor que le estorbaba para la caprichosa forma que quería darle a su Obra
de Arte, y con la certeza en la declaración del Auto de Fe, de liberarme de una
decencia y una virtud que únicamente me condenarían a un Cielo sin ÉL.
- Mi Señor… - dije entre un sollozo agonizante.
- Shhh…- me silenció.
Apenas
sentía el latir del corazón. Una sensación de vértigo me ahogó el pecho cuando
su cuerpo se abalanzó sobre la orfandad del mío. La lentitud metódica de sus
movimientos felinos, la sensualidad ondulante de éstos, engrandecía un Deseo
que mancillaba grotescamente aquella vergüenza a espiar.
Sus
manos aferraron mis muñecas por encima de la cabeza. El más mínimo de mis movimientos
debía obtener el consentimiento de la imponente cárcel de su Cuerpo.
En el
ambiente de la habitación flotaba autoritario Su aroma. Incapaz de pensar,
únicamente concentraba mi atención en la gravedad de su cuerpo sobre el mío, en
el perfume de tibia piel que exhalaba. Nuestras miradas se fundieron. Me ganó
una sensación excitante comprobar que su sexo, oculto bajo el ajustado
pantalón, yacía con palpitar contenido dentro de él. La tibieza de mis senos,
abultados, vulnerables a Su roce, se aplastaban contra el esculpido relieve de
su pecho. Un deseo descontrolado surgió en él. ¡Tocar, acariciar, estrujar,
destrozar, gozar…! Aquellos parecían ser los efectos naturales y devastadores
de una atracción llevada al extremo.
ÉL, era
un remolino que me arrastraba hasta lo más profundo de mis Fantasías, que me
mostraba otro Mundo, que batía mis alas haciéndome sentir Viva, que me protegía
y calmaba, que saciada mi sed de Pasión.
aaaaaaaw*-* de nuevo me encantoo, fantastica que letras*o*.. Saludoos
ResponderEliminarMuchas Gracias, Génesis, por sacarle sustancia -encantada- a mis letras.
ResponderEliminar¡Un saludo!
ankara.
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ResponderEliminarCuanta poesía que manera tan extraordinaria de escribir.
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