Ankara
No había
más fe ni principios a los que rendir culto o por los que regirse, que no
fueran ÉL y el Credo de su Pasión.
Cuando
sentí el calor tibio de sus manos desanudando la venda que envolvía mis ojos,
mi Alma temblaba, buscando quizás en la claridad inmaculada de su mirada, la
condescendencia de una aprobación, un jaculatorio Amén, un visado sin vuelta
hacia lo prohibido. La candidez de su sonrisa al encontrarse con mi rostro, se
convirtió en el mejor beneplácito a mi letanía de plegarias.
Lamió la
humedad de las lágrimas que mis ojos habían derramado sobre mis mejillas, de
manera diligente y solícita a la carencia que percibió acuciaba mi corazón. Sus
dedos acariciaron el relieve de mis labios, estimulando su carnosidad hasta
que, finalmente, me dio de beber el agua de ese oscuro manantial que era su
boca, calmando mi sed de ÉL y silenciando el llanto sordo que el dolor
destilaba sobre mi espalda. En cada beso me arrancaba el Alma a pedazos. Lo
desgarraba hasta convertir en harapos las sombras que habitaban sus oscuros
rincones. Roía un temperamento que ya no me pertenecía.
Falsa modestia la mía pensar que yo aún seguía siendo Dueña de alguna parte de
mi ser.
Aquel
espejo, acomodado en una de las paredes de la estancia, me devolvía el reflejo
del juguete que ÉL deseaba. Un cuerpo de muñeca con el que enredaba divertido
al capricho que suscribían los dictados de su Autoridad.
- Mírate.- me dijo.- Ahora contemplaras a tu Placer reflejado en ese espejo.
Respiré
profundamente, y la excitación enrojeció mis mejillas. Mi timidez asomaba con
descaro siempre que su voz adquiriría cierta densidad voluptuosa e insinuante
en la entonación, murmurando ciertas palabras en un cierto tono, exhalando
ciertos suspiros, ciertos secretos inconfesables, ciertos susurros que sonaban
como un monótono conjuro en la oscuridad de la noche.
Protesté
simplemente por cortesía, provocando expresamente avivar la tormentosa
disciplina que con dulzura tendría a bien aplicarme.
En dos vueltas, envolvió mi cuello con el látigo y tiró ligeramente de él, en
un movimiento ensayado y reglado. Mi boca emitió un sollozo cuando, el fino
nervio de cuero, se tensó inexorable sobre mi carne.
- Serás testigo de cómo tu cuerpo ya no te pertenece.- bisbiseó con voz
pausada.
Mientras
con una mano trababa el látigo que aferraba mi cuello, con la otra, emprendía
un sigiloso camino que no parecía tener un destino inmediato, hacia el
triangulo sagrado que se dibujaba en mi entrepierna. La divagación de sus
caricias por mi cuerpo viciaba cada centímetro de mi piel, endulzaba mis
sentidos, y blandía una ansiedad morbosa y casi enfermiza, a la espera de sus
acciones.
Sus
caricias, circunscribían un placer encerrado en sus manos, cuando alcanzaron
por fin mi sexo.
- Tienes los muslos empapados, Muñequita.- observó mordaz y henchido de
satisfacción.
Por el
interior de mis piernas, se deslizaba espía y confidente -a su dulce
irreverencia-, el néctar de mi deleite. Mi gozo tomaba forma, haciéndose
tangible a través de aquellos surcos horadados en mi piel. Exquisita ambrosía
que nutría su divinidad, su suficiencia, y que calmaba su deseo de conquistar y
esclavizar mi Voluntad a su capricho.
La
autoritaria destreza de sus dedos, su tacto autocrático, sobrado de altanería,
doblegó la sedición de los pliegues de mi sexo, que se perfilaban expuestos, y
que pugnaban en una lucha feroz por ser agasajados por su erudita habilidad.
Cada roce, arrastraba con él mi pudor, mi vergüenza, mi decoro. Extirpando a
golpes una timidez que cedía el paso a un descaro cínico, indecente y obsceno.
Olvidé
mis últimos reparos cuando, inconscientemente, mis piernas se separaron sin
consentimiento previo, cuando, sin un prólogo, mis caderas comenzaron a moverse
al son de la precisión rítmica con la que sus dedos me invitaban a una danza de
infinita Pasión.
Mientras
mi cuerpo se ensamblaba a su tacto, el látigo que rodeaba mi cuello amenazaba
con vulnerar una respiración que circulaba apresurada por él. Tras un sutil
tirón, una presión ligera, indolora, que lejos de dañar, simplemente anunciaba
y advertía una exigencia, que declaraba una intención, que dejaba claro quién
estaba al mando, que acometía una posible inquietud.
- ¡Mírate en el espejo!- me ordenó.- Contempla el placer que te concedo.
Mis
pupilas se dilataron, dibujando un delgado anillo turquesa en el extremo del
iris. Mis ojos se encontraron con los suyos en el punto justo que me convertía
en un títere de sus manos. La imagen que me devolvía el espejo reflejaba un
cuerpo depravado por un goce no perteneciente a mundo terrenal existente. Mi
figura se retorcía sobre sí misma en un caudal de placer hedonista y
desenfrenado. La sensualidad del movimiento de mi cuerpo, pervertía el deseo de
Mi Señor, cuyo gesto manifestaba la satisfacción de hacerme suya a través del
deleite que me proporcionaba a su gusto.
Su boca
no se equivocaba cuando arrancó de la mía besos desobedientes que se esforzaban
en fingir una oposición que estaba muy lejos de sentir, pero que Él se
encargaba de darles comedimiento, corrección, comedia, tragedia –si llegaba el
caso- y una razón de ser. Sus labios acababan siempre con los míos en un
combate casi animal.
No había
rendición posible, ni tregua en aquella Pasión.
No había
elección, ni decisión que tomar. No había un contra ni un a favor. El
plebiscito en su presencia, se sometía a una dictadura injusta, pero lícita
para mi Entrega.
Dando
libertad a la cuerda del látigo, pero sin soltarlo, lo asió por los dos
extremos y descendió su boca hasta la inconformidad y la desazón que comenzaba
a sentir mi sexo. Sentía la calidez de su aliento acariciar la humedad que
reverberaba de mi entrepierna como un hálito de savia de la que alimentar mi
Placer. Colocó uno de mis muslos sobre su hombro, y la sublevación de su
lengua, como amante sigilosa pero atrevida en mi sexo abierto, empezó a
deslizarse indisciplinada al terreno sagrado oculto entre mis piernas. El
trabajo que laboriosamente habían realizado sus dedos, fue relevado por su
boca, sus labios, sus dientes. Mi rostro se sonrojaba con inocencia cándida,
inexperta, miedosa a la demora del movimiento de su lengua en tierra
Sacrosanta, torturándome en incontenibles oleadas de placer, embriagando los
sentidos hasta extasiarlos. El látigo apenas seguía precisando de mi atención
en aquellos momentos de locura carnal, aunque su liviano efecto en mi cuello, se
confundía en una espiral de placer que extraía gemidos rotos de mi garganta,
mientras la mano de mi Verdugo aproximaba aún más mi cuerpo a su boca.
El tesón
de su lengua, inquebrantable en su cometido, me embestía en asaltos en los que
apenas tenía tiempo para contraatacar o reaccionar. Imposible de canalizar todo
aquel flujo de sensaciones que me invadían, la única alternativa que se
presentaba como viable, era rendirme a ellas.
Hombre
de acción, pródigo en recursos y talentos, seguro de sí mismo, acostumbrado a
mandar y a ser obedecido. Con ansia, lamía, chupaba, mordía, besaba y
succionaba los dobleces de mi sexo, imponiendo su dictadura, hasta que mi
cuerpo, impiadoso con el pecado y consciente de la condena, se apresuraba a
desahogar aquel caudal de placer que recorría cada fibra nerviosa. Al límite de
lo prohibido, donde mi cuerpo se retorcía salvaje buscando su lengua, donde las
puertas del Cielo se dejaban acariciar con la yema de los dedos, donde el
placer tomaba forma exclusivamente a través de él, donde su boca se convertían
en el Dios al que adorar, se detuvo.
-Aún no.- dijo.
Mi
cuerpo temblaba como una hoja, a la espera de aquello que todavía no se me
permitía, mientras los incipientes espasmos que comenzaban a sacudirle, fueron
perdiéndose obedientes a su orden entre la perversión que asomaba por la
profundidad oscura de sus ojos.
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