Ankara
Mi
Entrega, se hizo cómplice de sus Fantasías.
Ya no
escuchaba el latido expedito del corazón.
El silencio anidaba en mi pecho cuando ÉL, decidió dejar de ofrecerme el dulce
néctar de su boca. Cuando decidió romper el intenso vínculo que encadenaba
concupiscente nuestro vicio.
Como un
tigre de Bengala, que lame sus heridas después de una encarnizada lucha a
muerte por alzarse con el justo y meritorio liderazgo de la manada, ÉL, lamió
con devoción mística, la huella húmeda y lúbrica que atestiguaba su beso sobre
la línea curva de mis comisuras, sobre la elipse perfecta que dibujaba mi boca,
sobre el cerco semiabierto que formaban mis labios. Su lengua, enjugó paciente
el rastro traidor que su desazonado Deseo había dejado abandonado en mi rostro.
La
tibieza de aquellas caricias húmedas, su ritmo ralentizado, espoleaba las
ansias de mis sentidos, y hostigaba la pretensión que enardecía mis
sensaciones, por volver a tener su lengua entrelazada con la mía, por anudar
nuevamente nuestra Pasión en un gesto carnal y libidinoso como lo había sido
aquél.
- Quiero que lo digas.- me ordenó.- Deseo escucharlo.- dijo, rebajando el tono
de voz, y tirando de nuevo hacia atrás de mi cabellera.
Su
mirada se volvió desafiante, en una asonancia provocadora y turbulenta que me
enredaba traviesa hasta hacerme enloquecer.
- Desde hoy, Mi Señor…- inhalé el poco aire que me permitía la incómoda
posición.- seré la esclava de su piel.
Sin soltar
mi cabeza, la irguió, y enderezó mi cuello con un movimiento suave, -mostrando
quizá, cierta condescendencia con mi dolor-, haciéndome abandonar la posición
que me había obligado a mantener hasta ese mismo momento en que su ortodoxia
parecía apiadarse de mí y, sin desclavar sus ojos de los míos, me besó
levemente en los labios. Fue un beso dulce, tierno, fugaz. Con una intención
sutil y etérea en la pequeñez del ademán.
Cuando
se acomodó a los pies de la cama y me guió erudito a adquirir una postura
cómoda sobre sus rodillas, presumí que daría comienzo mi dulce castigo.
No me equivoqué en mi presunción.
Mientras
una de sus manos masajeaba, friccionaba, acariciaba y pellizcaba mis glúteos
como prefacio a las penas que había de purgar, la otra, aferraba fuertemente
mis muñecas, dejándolas prácticamente inmovilizadas, en perfecta disciplina,
leales a su autoridad, insobornables a su dominio.
El
primero de los azotes cayó sobre mis nalgas, -expuestas a su capricho-, como
una bendición en un rito de consagración de mi Entrega. El simple palmoteo
estremeció mi cuerpo y el contacto de su mano, firme pero flexible, erizó el
vello de cada perímetro sensibilizado de mi piel. Tras ese primer azote
inaugural, novicio para mis nalgas y para mi Condición, se sucedieron otros,
que persuadieron mi carne hasta pervertirla, enrojeciendo la palidez de mi
dermis y tiñéndola de un tono carmesí, a juego con el sonrojo tintineante que
aquella extraña sensación revelaba en mis mejillas.
Hice de
SU excitación la mía. Mientras su mano disciplinaba mi obediencia, su virilidad
se enardecía, ganando volumen debajo del pantalón. Su exaltación carnal
extorsionaba con cinismo mi vergüenza, exigiendo a mi cuerpo un mayor
ofrecimiento de mis nalgas, a la enmienda que imponía la autoridad de sus
azotes.
Recuerdo
fielmente el número de ellos con los que ÉL me honró aquella noche. Un número
mágico. Una cifra emblemática, envuelta en el exorcismo que inviste a un
Verdugo con alma de cuero.
Mi
Entrega, fue leal a aquella suma alegórica que me reconocía únicamente como SU
Pertenencia, como SU Propiedad, únicamente como Suya.
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