Ankara
De su
Lujuria hizo mi necesidad.
Sin
preámbulo alguno a cualquier gesto de alzamiento insurrecto por mi parte, me
giró, con un movimiento seco, hosco, colocándome justo de espaldas a ÉL. Podía
sentir su cuerpo pegado al mío, el casquivano Deseo que le supuraba, circular
con presteza por sus venas. Su cercanía aceleraba mi pulso hasta colapsarlo, y
hacia crecer mi excitación en cotas elevadamente altas. De nuevo, rehízo el
camino escueto y augusto de caricias que recorrían tortuosamente cada fracción
de mi piel. Mi sangre se envalentonaba tumultuosa al paso solemne que sus manos
urdían sobre mi torso. Con mano ágil, comenzó un paulatino camino sin prisa.
Sus dedos maestros, rozaban la concavidad suave de mi cuello, el relieve goloso
de mis pechos, la planicie del abdomen, descendieron hasta la sensualidad
curvilínea de las caderas, hasta la atrevida carnosidad de las nalgas y la
prominencia descarada de los muslos.
Colocándola
sobre uno de los hombros, apartó con dulzura mi larga melena. Enigmáticamente,
su dedo índice comenzó a graficar, sobre la delicia que le dispensaba la
desnudez de mi espalda, cada una de las letras que dan forma a mi nombre. Una a
una, garabateó sus trazos hasta completarlo, en lo que parecía un bautismo de
fe, mientras un fuerte estremecimiento recorría mi médula espinal en toda su
longitud. Llevó su mano hasta la base de mi nuca, acariciándola
comedidamente, mimándola con deleite, recreando en el gesto todo el erotismo
que dispensaba sobre mí tal caricia. Sus dedos, escurridizos, se deslizaron a
través de la espesura de mi cabellera, meciéndola celosamente. Aquel mohín,
parecía acechar una penitencia condenatoria. Minutos después, un tirón
seco, un movimiento conciso, preciso en el tiempo y en el espacio, me obligó a
arquear la cabeza hacia atrás y a elevar ligeramente la barbilla, -disfrazado
indicio de altanería-, dejando al descubierto la sensualidad indecorosa del
cuello.
Lo inesperado del envite, hizo desprender un gemido de mi garganta que me
apresuré a ahogar.
La
yugular, se descubría presuntuosa, con una voluptuosidad escénica, casi
teatral. El latido del corazón ascendió hasta ella en un caudal vertiginoso,
violento y apasionado, que embestía mi deseo a golpes como un martillo de
hierro.
- ¿Estás preparada para mí, Muñequita de Porcelana?- me susurró al oído con voz
queda.
- Sí.- respondí a su pregunta con
cierto sarcasmo en mi tono de voz.
-¡¿Sí, qué?!- repitió, afianzando en
un nuevo tirón la hegemonía que ejercía sobre mí.
Respiré
profundamente, y en la fugacidad del instante, mi boca dejó escapar un leve
suspiro que me concedió apenas un alivio instantáneo. Sabía lo que quería oír,
lo que ambicionaba que dijesen mis labios. Su incorruptible Ego precisaba ser
alimentado, proveído de una vanidad engreída y soberbia, -caprichoso, que no
necesitado-, de reverenciarle pleitesía.
Lo miré
recelosa, con unos ojos que revelaron en un segundo toda la insubordinación de
mi Alma.
- Sí…, Mi Señor.- dije finalmente, arrancándome las palabras de entre los
dientes.
-¿Sí?- redundó incrédulo, con
impertinencia.
Sus
aires de suficiencia me exasperaban, obtenían al unísono agriar y encender mi
sangre. Las palabras murieron en mi garganta cuando sus ojos se iluminaron con
un brillo licencioso y su boca blandió una sonrisa lobuna, de líneas
tamizadas, que le confería a su expresión un aire dramático y casi siniestro.
- Siempre tan obstinada y pertinaz.- apuntó en tono sugestivo.
Podía
sentir como su aliento humectante, con textura de terciopelo, acariciaba la
piel de mi rostro. Como mis mejillas se humedecían al vestigio que con trazo
abandonado, el hálito de su respiración dejaba sobre mí. Como el Deseo
atravesaba sus sus labios, sus palabras, como se fundía con impetuosa
visceralidad con cada poro de la piel. Como mi cuerpo se ofrendaba a su
Voluntad y se brindaba complaciente a la refinada labor de su Lujuria.
Con un
rugido casi animal, -no hubo indulgencia cuando se abalanzó sobre mi cuello de
forma arrolladora-, feroz, con una pasión vehemente, recorriendo sus venas y
dilatando sus pupilas, una fogosidad desesperada por saciarse, anhelante de
quererme arrebatar la vida en el envite y en el instante. Un sonido gutural
procedente de la profundidad de mi laringe, resolló yermo en las paredes mudas
de la habitación, como el aullido lastimoso de una loba herida en mitad de una
tierra habitada por la nada. Noté la tibieza de sus labios rozar mi
piel, sus dientes atravesar la carne y la humedad de su lengua succionar la
futilidad de la sangre que manaba de la herida recién horadada por su Pasión,
hasta extasiarme. Mis pulmones comenzaban a jadear falta de aire mientras ÉL,
arqueaba más aún mi cuello, aumentando su convexidad en una postura indecible.
El brío de aquella acción me devoraba por completo, amortajándome entre los
brazos de una sensación que se tornaba tan deliciosa como excitante.
Arrastró
sus labios hasta alcanzar mi boca y respondí al frenesí de su beso con la
pasión desmedida que me nacía de manera irracional del fondo de las entrañas,
fundiéndonos en un acto impetuoso, violento, cargado de una crueldad animal. La
boca me sabía a sangre, al sabor acre de mi propia sangre. Aquel aroma a
carnalidad que habitaba en mi gusto, aturdía mi paladar.
La
Pasión de ÉL era salvaje, despiadada, insaciable, imposible de colmar.
Inagotable manantial de lujuria y perversidad al que me esclavizaba con
incondicional Voluntad. Su Fogosidad era exorbitante y su Deseo ilicitano.
ÉL, desataba mis más bajos instintos, y no reparaba en virtudes más allá de su
propia perversión.
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