Ankara
De su
Voluntad hice mis Deseos y de su Cuerpo, mi Templo.
- Estoy esperando.- volvió a decir con voz aún más grave, cuando me hubo
alcanzado.
Sin la
osadía siquiera de que mis ojos cruzaran instante en el tiempo con los suyos.
En absoluto silencio, sólo irrumpido por el tamborileo arrítmico de los latidos
de mi corazón, destrabé mis brazos, deshaciendo el nudo que abrigaba mi cuerpo
y que ocultaba sus curvas de la mirada impertérrita y displicente de ÉL. Sentía
su presencia ágil, cálida. Por su torso subía el olor de una piel desconocida
hasta ese entonces para mí. Incapaz de reflexionar, toda mi atención se
concentraba sobre sus labios, entreabiertos, y a sólo diez centímetros de mi
rostro. Un deseo extraño y desbocado comenzó a despertarse en mí.
- Ahora las piernas.- ordenó seguidamente a mi acción, sin alterar la expresión
regia que franqueaba sus facciones.
De forma
autómata a su voz, a la imposición de su mirada de propietario, a la soberanía
que flameaba de su figura, descrucé las piernas, inquieta, nerviosa,
abandonando mi sexo al deleite que a ÉL le proporcionaba aquella deliciosa
perspectiva.
Sin
cederle ni un sólo segundo al deseo, sin dejar de auscultar e interpretar con
sus ojos la reacción que irradiaba de los míos, llevó sus dedos hasta aquel
rincón íntimo y sensorial de mi ser, y lo palpó, con suavidad. Apenas un ligero
roce que espoleaba mi Placer y ponía en jaque a todos mis sentidos. Tacto sutil
y exquisito al que mi cuerpo se rendía, ondeando bandera blanca ante su buen
hacer.
Con aire triunfador, sus labios se adelantaron a esbozar la levedad de una
sonrisa cuyo significado no era difícil diagnosticar.
- Me gusta comprobar la forma en que tu cuerpo me concede la licencia de
su placer.- dijo en tono sugestivo, sin apartar su mirada de la mía.- Me gusta
contar con su beneplácito, aunque tú te resistas a ello.- señaló, prosiguiendo
con los dedos su delicado escrutinio.
Bajé la
mirada cuando un rubor candente asomó por mi rostro, anquilosándose indiscreto
y entrometido en el blanco albor de mis mejillas.
- No te he ordenado que bajes la mirada ante mí.- me dijo, elevando con su mano
mi barbilla, en lo que parecía, sólo parecía, un ademán de ternura.
Ternura…
Evoqué el pensamiento que en una ocasión sus labios habían parafraseado en un
dechado de sabiduría gnóstica; “Los caminos que llevan al Infierno, están
empedrados de gestos amables y buenas acciones” expresó por el entonces aquel.
¿Acaso aquél gesto…? Difícil labor captar la esencia del corazón de un Verdugo.
- Me excita verme reflejado en el miedo que asoma vibrante por el azul turquesa
de tus ojos.- volvió a hablar, en tono enigmático y envolvente.
Portaba
un collar, enjuto, estrecho, labrado en acero y cuero, como la textura
afinadamente imantada que revestía la esencia de su Alma. Alargó el brazo hasta
mi cuello y, ayudándose con las dos manos, lo colocó allí, hasta cerciorarse de
que la frialdad del metal quedaba completamente ceñida al palpitar tierno que
surgía de la carne. En el mismo momento en el que el artilugio comprimió mi
cuello, sentí los latidos del corazón precipitarse vertiginosos contra la
cárcel de huesos que formaba mi pecho. El eco de su sonido hueco ensordecía mis
oídos hasta casi aislarme del exterior. Levanté hacia él mi rostro de Virgen
Inspirada, reconociendo la curiosa atención que me dispensaba en la
peculiaridad simbólica del momento.
Parpadeé.
Dos lágrimas cristalinas resbalaron con pereza por la piel nacarada de mi tez.
Esmaltándola, como sí de una gema preciosa se tratase, de timidez, de miedo, de
recogimiento, de acopio, de ansiedad, de inquietud. A pesar del apocamiento y
de la pujanza que el pudor urdía en mi interior, el despertar de mi carne, ante
el que ya se perfilaba como Mi Señor, se descubría como Verdad Absoluta a
través de un cuerpo envilecido por SU lujuria, enviciado por SU perversión,
corrompido por la degeneración de SUS pensamientos, por la inmoralidad de SU
ética, por la obscenidad de SU lenguaje.
Acarició
mi vientre, de piel intacta y tierna. En un cálculo perfecto, midió con sus
manos mis senos, que acusaban, conspiradores con el deseo y con su hacer, el
roce de sus dedos. La tensión que interpretaba mi carne fue tornándose dócil y
manejable a su maestría, comenzando a ceder al contacto firme que proporcionaba
en mi cuerpo la dulce insolencia de sus manos.
Su
presencia provocaba en mí una sensación turbadora, difusa, una inquietud
desconcertante que me subyugaba a su ser, una fiebre en el Alma que me
despojaba de cualquier Voluntad propia que pudiera poseer.
SOS, estoy ardiendo de ganas por tener un hombre así.
ResponderEliminarclaro yo tambien
Eliminaryo amo a una persona que se llama ricardo de la escuela sec tec ind 116
ResponderEliminar