Súbitamente, él pasó una mano por su espalda y la atrajo
hacia sí, profundizando el beso, obligándola a abrir la boca con la lengua.
Karen gimió por la ruda invasión, más de deseo que por la sorpresa. Su
entrepierna volvió a empaparse y su mano se cerró más fuerte sobre su miembro,
tomándolo con ansia y necesidad de complacer. Por fin supo lo que era un beso
de verdad, con el que podía excitarse y excitar a un hombre. Él, de hecho,
empezó a mover las caderas, frotándose contra su mano cada vez más deprisa. Sus
manos le apretaban los hombros, crispándose, descendiendo cada tanto para
volver a subir en el acto. ¿Por qué no le tocaba los pechos?
Su lengua no dejaba de penetrarla, de investigar cada
recoveco de su boca. Succionaba la suya con ansia y acariciaba su interior,
descontrolada. Se habría preguntado si le estaba dando placer, si no hubiera
tenido la clara prueba entre sus dedos. Los gruñidos que escapaban de su garganta
también eran un buen síntoma. Por último, sus movimientos se hicieron más
rápidos hasta que todo su cuerpo se tensó y unos chorros de caliente semen
empezaron a deslizarse por su antebrazo.
V. UNA
CLASE TEÓRICA
—¿Conoces el sabor del deseo del hombre?
La pregunta le cazó por sorpresa, a la vuelta del cuarto
de baño, donde había ido a lavarse. ¿Que si lo conocía? No. Jamás se habría
atrevido a probarlo. Su anterior comentario había sido más una bravata que una
realidad. Nunca había probado el deseo de un hombre porque nunca había metido
un miembro en su boca. Pero… ¿cómo le diría eso a él?
—Claro —respondió al fin.
—Descríbemelo
Ni siquiera se había movido un músculo de su hermoso
cuerpo desnudo, sentado en la cama, con la espalda apoyada en los innumerables
cojines. Un muslo cubierto de suave vello castaño, tapaba aquello que ella
había tocado, pero que aún no había llegado a ver. Lo había tenido en la mano.
Grande. Duro y a la vez suave, como el tacto aterciopelado de un albaricoque.
¿Cómo se sentiría llevándolo a su boca? ¿A qué sabría, tan cálido y espeso?
—Si no puedes describirlo es que no lo has probado.
Por un momento, no dijo nada. Continuó de pie, en medio
de la habitación, con las piernas juntas, la falda por debajo de las rodillas y
el único botón desabrochado de la blusa quemándole la garganta. Casi ni se
atrevía a mirarle a los ojos. Pensaría que era una mojigata. Una frígida
asexuada, como cada hombre con el que había intentado tener una relación.
Sin embargo, su voz no parecía reprocharle nada. Más
bien, la invitaba a que lo hiciera, a que lo tomara con sus labios y su lengua
y lamiera cada centímetro de su erección, que disfrutara de cada descarga de su
orgasmo. Y su mirada era tentadora, casi una promesa de toda la magia que
podría encontrar con solo una caricia de su boca.
—Tú sí conoces el deseo de una mujer.
No era una pregunta. No hacía falta hacerla.
—Sí —asintió también con la cabeza.
—¿A qué sabe?
—A lujuria —respondió enseguida, abriendo los ojos color
miel y clavando la mirada en sus pezones, que se irguieron al momento.
—¿Y a qué sabe la lujuria?
La pregunta fue hecha casi sin voz. El sonrió y enlazó
las manos detrás de la cabeza, con la mirada perdida en el techo y la mente en
algún lugar fuera de aquella habitación.
—Cada mujer sabe de forma diferente —respondió al fin,
suavemente, clavando los ojos de nuevo en ella—. Algunas saben a especias,
otras a picante, algunas a fruta madura y fresca —la inspeccionaba lentamente
con sus grandes ojos ambarinos. Se pasó la lengua por los labios, como si la
pudiera saborear a través de la distancia que los separaba—. Sin embargo, todas
son calidas y cremosas, como el sirope templado sobre mi lengua.
Ahora la miraba fijamente, calentándola con la luz
dorada de su mirada, provocando que su deseo se deslizara cálido por el
interior de sus muslos. Y él lo sabía, a juzgar por la dirección que tomaron
sus ojos, paseando justo sobre el lugar que le deseaba entre sus piernas.
Ella dio un paso hacia él, inconsciente, deseando que la
abriera y la probara, que la dijera a qué sabía su deseo por él. Pero luego se
dio cuenta de que así nunca conocería el sabor del deseo de un hombre. Probó a
dar otro paso en su dirección, intentando vislumbrar aquello que empezaba a
desear en su boca.
—Quiero conocer tu sabor, Mike —reconoció con una
sacudida de placer en su vientre.
La expectación iba a matarla. Nunca había deseado probar
con su boca el miembro de un hombre, pero el suyo…
El estiró la pierna que lo tapaba y Karen pudo apreciar
su larga y gruesa erección, calculando cuanta carne de él podía cobijar, la
presión que debería ejercer. Sonrió al ver que palpitaba y se alargaba aún más
sobre su vientre.
—No seré yo el que te impida hacerlo —respondió él con
la voz tan ronca como si una mano atenazara su garganta.
Podía apreciar una nota de triunfo en su voz, pero su
rostro estaba serio, y sus ojos la contemplaban con un ardor dorado que la
hacía sentirse atrevida e impaciente.
¡Dios, sí! Quería eso. Lo quería a él profundamente enterrado en su
garganta y más tarde quizá entre sus piernas. Lo deseaba con una pasión que
apenas se imaginaba que pudiera existir.
Fue acercándose lentamente a la cama, notando como una
tortura cada paso, cada roce de sus muslos tensos, cada caricia del encaje de las
bragas en su vulva húmeda y sensible.
Le tomó de los tobillos, obligándole con un roce, sin
necesidad de fuerza, a sentarse al borde de la cama, mientras ella se
arrodillaba frente a él. No podía mirarle a los ojos, pero por el contrario, no
podía apartar la mirada de sus apretados testículos. Subió la mano por la piel tirante,
desde abajo, retirando con sus dedos los rizos oscuros que poblaban su base.
Ascendió por su tronco henchido, rodeándole, a la vez que se inclinaba hacia
delante y abría la boca.
Su mano la detuvo, enrollada en el pelo de su nuca, que
la obligaba a levantar la mirada hacia él. Su rostro serio parecía duro, con la
mandíbula apretada y los párpados entrecerrados.
—Humedécete bien los labios —le obedeció, dejando que su
lengua paseara lentamente por sus labios, lanzándole una silenciosa promesa de
placer—. Cuando me tomes en tu boca, succiona, como un niño hambriento del
pecho de su madre. Presiona con tus labios, si te apetece utilizar los dientes,
que sea con cuidado y juega con tu lengua como si lamieras un caramelo.
Con cada nueva instrucción, Karen entrecerraba los ojos
y volvía a lamerse los labios, una y otra vez.
—Si me miras mientras lo haces, sabrás cuando estoy a
punto de correrme, lo que hagas entonces es cosa tuya.
Solo de imaginarle descargando su semen directo a su
garganta, su sexo empezó a palpitar con más insistencia, rogando por una
caricia. Siseó cuando sus muslos se juntaron y el placer recorrió su vientre,
lanzando hacia abajo una oleada de humedad. Mike lo notó y una sonrisa perezosa
se extendió por sus rasgos perfectos.
—Tampoco pondré objeciones si te tocas mientras me das
placer. De hecho, podemos dejar mi satisfacción para más adelante y ocuparnos
de la tuya.
Pero a Karen, su primera idea le había parecido
estupenda. Antes de que él pudiera cambiar de opinión, bajó una mano por su
cuerpo, tanteando la punta de sus pezones duros, acariciándose el estómago y el
vientre, hasta internarse en la cálida oscuridad bajo la falda.
Casi al mismo tiempo, inclinó más aún la cabeza, sin
dejar de observar la carne enardecida que daba suaves sacudidas frente a sus
ojos. Dejó escapar el aliento sobre su miembro, cuando sus dedos se mojaron con
su propio deseo. Se aventuró a rozar con la lengua su glande congestionado, a
la vez que encontraba el nudo de placer entre sus piernas. Con un gemido
gutural, cerró los labios en torno a él, paladeando la líquida esencia salada
que se escapaba de su cima, mientras movía la mano bajo la falda.
VI. EL
SABOR DEL DESEO.
Muy pronto, el calor de la habitación empezó a ser
sofocante. La humedad que provocaba el sudor de sus cuerpos, el aliento que
escapaba con cada gemido de Mike, hizo que se empañaran los cristales de las
ventanas. El colchón crujía cada vez que él alzaba las caderas en una nueva
embestida, mientras Karen le apretaba sin rastro de timidez, buscando liberarle
en un potente orgasmo.
Dejó que su carne se escurriera por su lengua. La
deslizó arriba y abajo, a lo largo de toda aquella gloriosa longitud, devorando
con ansia cada espasmo de placer. Ronroneó cuando sus caderas se volvieron
impacientes, jadeó en el momento en que empezó a perder el control, y gimió con
deleite al recibirlo entero en su boca, dejando que la golpeara en lo más
profundo de su garganta, rogándola que se abriera aún más para él.
Abrió los ojos y se bebió con la mirada la dicha de su
rostro, olvidando de pronto mover la mano que ocultaba bajo la falda. El no le
ocultó su deseo, ni la forma maravillosa en que le hacía sentir su boca. Su
cuerpo se estremecía con violencia a la vez que adelantaba la pelvis una y otra
vez, sacudiendo sus huesos al ritmo que ella le imponía. Dejaba escapar
gruñidos y jadeos, como si no pudiera mantener en su interior las poderosas
emociones que le provocaba.
Karen cerró más los labios, presionando su sexo, notando
cómo la piel que lo cubría quedaba fuera de su boca, para dejar al alcance de
su lengua la carne que verdaderamente la necesitaba. Y que ella necesitaba. De
su cima se escaparon cálidas gotas de semen, saladas y escurridizas, que
traspasaron el ardor a su misma sangre. Gimió en respuesta a ese principio de
éxtasis, y todo su ser pareció volverse lava roja y fundida que nacía en lo más
profundo de su vientre y se deslizaba lentamente por la cara interna de sus
muslos. Una chispa de sabia satisfacción brilló en esos ojos dorados y ella le
castigó con los dientes, provocando un gruñido bajo que enardeció aún más sus
sentidos.
Debería sentirse intimidada por su tamaño, que
continuaba obstruyendo su garganta, negándole el aire cada vez que se hundía en
ella. Pero no era así. En lugar de sujetar su cabeza, obligándola a mantener un
ritmo imposible, sus manos apretaban con fuerza la colcha granate a ambos lados
de su cuerpo imponente. Podía apartarse en el momento en que lo deseara. Pero
no quería negarle la súplica que brillaba en su rostro, ni quería privarse a sí
misma la excitante sensación de saberse dándole placer. Era ella quién marcaba
el compás, guiándose por las sacudidas de su miembro.
Sus embestidas se hicieron más ansiosas, los músculos de
su rostro se tensaron con dureza. Los pesados párpados de espesas pestañas
negras se entrecerraron al mismo tiempo que mostraba los dientes apretados, en
una mueca que podía interpretarse como el dolor más profundo o el más intenso
placer. Y fue su miembro, de pronto tenso contra su lengua el que le mostró la
verdad, cuando explotó en potentes oleadas de éxtasis que se estrellaron contra
su garganta.
Ella tragó dichosa, consciente de que el hombre que
yacía en la cama disfrutaba de su orgasmo porque ella lo consentía. Que en ese
preciso instante, se encontraba completamente a su merced. Sabedora de que la
línea que separa el placer de la frustración dependía tan solo de su boca
caprichosa. Esa boca golosa que lamía cada centímetro de su sexo necesitado. Y
supo al fin a qué sabía el deseo de un hombre:
Al más embriagador y absoluto poder.
VII.
LA INVITACIÓN
Karen le dejó salir de su boca con una pequeña succión.
No demasiado fuerte como para causarle dolor, ni excesivamente ligera como para
que no lo notara. En su justa medida, sólo para lamer los últimos rastros de su
semilla y provocarle un rugido de satisfacción. Porque lo quería todo de él.
Era suyo. En ese momento se sentía egoísta.
Pero también quería recompensarle de alguna manera.
Quería que él disfrutara del poder. Quería darle ese cálido placer que
resbalaba por la cara interna de sus muslos. Deseaba que lo bebiera como ella
había hecho para él. Porque el sexo también la hacía sentir generosa.
Por eso se levantó con una tranquilidad que apenas creía
poseer y se despojó de toda la ropa, dejándole ver su carne erizada por la
anticipación; permitiéndole disfrutar de cada centímetro de su piel desnuda. Le
daría el privilegio de de recorrer su cuerpo con las manos, de lamerlo a placer
hasta dejarla temblorosa y con el mismo aspecto de gata satisfecha que él
lucía.
Le otorgó su sonrisa más lasciva, aquella que le decía
sin palabras las reglas del juego… o la total ausencia de ellas, y apreció en
sus ojos un brillo de deseo instantáneo y abrasador. Caminó lentamente hacia
atrás, sin apartar la mirada, sin retirar su sonrisa, y se dejó caer con
elegancia en un sillón, girándolo hasta quedar enfrentados.
Llevó una mano blanda sobre la rodilla y suave, muy
suave, la subió por el interior de un muslo. Apenas las yemas de dos dedos
rozaban su piel, pero bastó para que un escalofrío ansioso la recorriera. Se
mordió el labio inferior con fuerza, ahogando un jadeo nervioso, y continuó
ascendiendo por la piel tierna hasta rozar los rizos oscuros que adornaban su
más preciado secreto.
Cambió el curso de los dedos, desviándolos
deliberadamente por su ingle, en dirección a un costado. Continuó subiendo, con
los ojos masculinos clavados el recorrido y más tarde en el pezón erecto que
bordeaba con una uña. Aquello era el paraíso.
Se arqueó sinuosamente sobre el sillón, frotándose los
muslos y restregándose contra el brocado suave del asiento. Gimió y continuó
moviéndose frente a la mirada del hombre que otra vez se ponía duro por ella.
Bajó las manos de golpe, como si ya no pudiera aguantar más, y las paseó por el
triángulo oscuro entre sus piernas. Se acarició las ingles, el interior de los
muslos, jadeó, gimió. Su cuerpo desnudo llamó a gritos a ese hombre que había
hecho despertar su deseo, pero que no parecía dispuesto a dejar el cómodo
colchón. Y sin poder aguantarlo ni un solo segundo más hundió dos dedos en la
cálida humedad que bañaba su lugar más íntimo.
Un nuevo gemido agudo resonó en la habitación, seguido
de unos jadeos incontrolados nacidos de la lujuria. Apenas pudo escucharlos,
pues parecía que sus oídos se hubieran taponado por la magnitud de sensaciones.
Le dolían los pezones, duros capullos arrugados que se impulsaban en dirección
a Mike, reclamándole su atención. Todo su cuerpo parecía consumirse por la
necesidad de ser tocado, poseído; las
exquisitas chispas de placer que habían tentado su cuerpo hacía tan sólo unos
instantes, no habían sido suficientes.
Se recostó en el sillón, ronroneando, apreciando el
cuerpo macizo de Mike, que por fin había decidido dejar de ser un mero
observador. A la vez que él se acercaba, ella alzó la mano hasta sus labios
secos, y probó en su lengua el poder que estaba a punto de regalarle, mojando
aún más sus dedos ya húmedos. Le observó detenerse, como si le hubieran
golpeado en el centro del pecho. Puro músculo compacto y brillante de sudor.
Con su miembro erecto, apuntando hacia ella en una sutil amenaza. Un hombre. Un
guerrero. Que no dudó en arrodillarse frente a ella y apoyar las manos sobre
sus rodillas en una humilde súplica.
Y Karen no pudo menos que otorgarle una exclusiva
invitación, abriendo bien las piernas para él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Por favor, se prudente y piensa antes de opinar. Respeta el trabajo de los autores y no ofendas con comentarios impropios.
Nos alegra tu opinión y deseamos leerte pronto.