«5.- Piénsalo una última vez. Si entras, no saldrás hasta que yo lo permita.»
Una oleada de deseo, la recorrió de la cabeza a los
pies. ¿Qué pensaba hacer para impedírselo? ¿Atarla? El miedo, mezclado con la
excitación provocó un espasmo de placer en su vientre, subiendo hasta los
endurecidos pezones. Una resbaladiza y cálida humedad se estableció entre sus
piernas.
Deseo… ¿Cuánto tiempo hacía que no lo sentía?
Sí, definitivamente, ese hombre tenía algo que ella
necesitaba.
«6.- Abre la puerta.»
Lo hizo.
«7.- Pon el aviso de que no molesten.»
Las órdenes ahora se sucedían con rapidez.
«8.- Cierra la puerta y echa el cerrojo.»
La habitación quedó cerrada con un suave click.
«9.- Entra sin miedo.»
Eso ya era mucho pedir. Respiró profundamente, deseando
que todo empezara y terminara de una vez. Se volvió, no muy segura de lo que
iba a encontrar.
La habitación era lujosa, con una gran cama con
columnas, que podían taparse con un dosel de seda que ahora estaba recogido. El
edredón de brocado lucía en tonos granates, como el tapizado de la silla junto
al escritorio. Dejó allí la carta, después de leer la última orden. Simple,
sencilla, y a la vez la más difícil.
«10.- Di: Hola.»
¿Tendría valor?
—¿Hola?
III.
DECLARACIÓN DE INTENCIONES
Él apareció de una puerta a su izquierda, cubierto tan
solo por una pequeña toalla blanca. Ella primero abrió la boca al ver la
perfección de su cuerpo casi desnudo. Luego, se sintió sonrojar hasta la raíz
del cabello. Pero clavó la mirada en sus ojos, alzando la cabeza para poder
hacerlo. La risa bailaba en las llamas doradas y casi alcanzó a ver una sonrisa
en sus labios carnosos y duros. Los ojos del hombre se dirigieron hacia su más
que recatado escote.
—Creí que las instrucciones decían que te desabrocharas
un botón.
Su voz profunda la hizo ruborizar aún más, pero esta vez
de puro deseo.
—Lo hice —respondió, forzando su garganta para que su
timbre no sonara inseguro.
Le vio fruncir el ceño, pero no enfadado, sino más bien
divertido. Alzó una ceja en su dirección y sus apetecibles labios se curvaron
en una lenta sonrisa.
—No me lo vas a poner fácil, ¿eh?
No contestó. No estaba segura de para qué había ido. Sí,
sabía lo que quería. También lo que él deseaba. Pero no estaba muy segura de
poder ofrecérselo.
—¿Cómo te llamas?
—Karen
—Hermoso nombre —susurró, casi para sí.
Empezó a caminar hacia ella, desviándose cuando sus
cuerpos casi se tocaban para dar una vuelta a su alrededor, sus ojos clavándose
en cada voluptuosa curva de su cuerpo. Se sentía insultada y a la vez muy
caliente. La miraba como si fuera un simple objeto, pero que él quisiera
utilizarla era halago más que suficiente.
Ella también quería utilizarle… y cada vez tenía más ganas.
—¿Y tu nom…?
—Puedes llamarme Mike – interrumpió a su espalda.
—¿Pero es ese…?
—¿Importa?
Karen se volvió enfadada, más que tentada de marcharse
en ese momento.
—No me gusta que me interrumpan
—Cuando realmente quieras decir algo, no dejarás que lo
haga.
Su sonrisa era enigmática y provocadora, tanto como esas
palabras que la sacudieron con una nueva oleada de humedad. ¡Qué lucha mantenía
en su interior! La mujer independiente y segura de sí misma, contra la mujer
que deseaba un hombre que intentara dominarla con el respeto, no con bravatas.
Ganó la de siempre, y con una mirada altiva, pasó junto a él para dirigirse a
la salida.
—¿Sabes a qué has venido, Karen? —preguntó, calmado,
como si fuera consciente de que sólo necesitaba una excusa para quedarse.
Karen se volvió, dejando que su pelo ondulado, resbalara
por el frente de la camisa de seda.
—A que me folles —recordó la dura palabra de Peter en el
restaurante y decidió utilizarla.
Quería parecer una mujer moderna, capaz de espetar
ordinarieces como aquella sin sonrojarse… aunque le resultara imposible hacerlo.
El debió de apreciar su incomodidad, pero la risa ronca que salió de lo más
profundo de su pecho no fue en absoluto ofensiva, sólo otro motivo más para que
se enardecieran sus sentidos.
—No voy a follarte, Karen.
Dio dos pasos hacia ella, desnudándola con la mirada,
comiéndosela con los ojos, provocando oleadas de placer que se extendían desde
su vientre.
—Yo no te follaré —susurró, cada vez más cerca—. Te
proporcionaré un placer que nunca has sentido —se colocó a su derecha,
acercando los pecaminosos labios a la sensible piel de su oído—. Te acariciaré —un
ligero roce de sus dedos en la cintura—. Te lameré —pequeño toque de su lengua
en el cuello—. Te morderé —sus dientes apretando suavemente el lóbulo de su
oreja.
Estaba más que preparada para que le hiciera todas esas
cosas y más. Todos sus nervios saltaban ahora esperando conseguir un pedazo de
ese hombre que le daba placer solo con su voz y sus palabras. Y todavía no
había terminado.
—Dejarás que me pierda en ese tentador cuerpo tuyo —ahora
se colocaba a su espalda, rozándola con el pecho y calentándola con su aliento—,
te aferrarás a mí con cada espasmo de placer. Te haré gritar mi nombre
repetidas veces. Y conseguiré que adores el sexo sencillamente por el placer.
—Eso ya lo hago —susurró trémula.
Abarcó su cintura con las manos y las fue subiendo
lentamente… muy lentamente, hasta que con el dorso llegó a sujetar el peso de
sus senos hinchados. Con la boca muy cerca de la piel de su cuello, preguntó:
—¿Estás segura?
IV. EMPIEZA
EL JUEGO
Claro que estaba segura. Nunca había tenido sexo por
placer. Jamás se había visto en una situación semejante, y desde luego, no
provocada por ella. Pero ahora… Ahora estaba más que dispuesta a dejarse llevar
por el placer que le proporcionaba ese hombre. Y estaba más que dispuesta a provocarlo
para que continuara con el juego.
Quería tocarle, quería que le tocara. Necesitaba que
esas ardientes manos la acariciasen, que sus cuerpos desnudos se rozasen
cubiertos en sudor. Ya podía imaginarse sobre él, bajo él, entorno a él.
Apretándole. Pero corría el riesgo de siempre.
Se alejó de él con un suspiro y la cabeza gacha. Sí,
ella disfrutaría, ¿pero lo haría él?
—Ya sabía yo que no —comentó Mike con la voz grave.
Karen se volvió con los ojos chispeantes y le recorrió
el cuerpo con la mirada, una mirada apreciativa y a la vez insultante.
—Que tú tengas aptitudes para el sexo no significa que
todos las tengamos —replicó indignada—. Quiero esto. Te deseo, pero no entiendo
por qué me deseas tú a mí. ¿O no lo haces? ¿Por qué me diste la tarjeta?
Sus preguntas parecían histéricas. Ella estaba empezando
a ponerse histérica. ¿Por qué le había dicho eso? Abrió la boca para decirle
que olvidara sus palabras cuando le vio acercarse a ella con la determinación
plasmada en el rostro. Solo pudo observarle, todo su cuerpo, moreno y
musculoso, grande, capaz de someterla con facilidad.
—Te di la tarjeta porque no soportaba verte llorar.
Porque sabía que yo podía curar tu dolor —adelantó su mano para tomarla por la
muñeca, acercando los dedos de Karen a la pequeña toalla que le cubría—. Y
porque te deseé desde el momento en que tu cuerpo impactó contra el mío.
La obligó a meter la mano bajo la toalla y a rodearle
con sus dedos. Karen jadeó y abrió los ojos con fuerza, sorprendida de haber
sido capaz de provocar semejante erección.
—¿Por qué? —preguntó en un susurro, sin retirar la mano
cuando él lo hizo.
El lo vio claro entonces. La miró a los ojos y vio en
ellos sus dudas, sus inseguridades, sus temores, su hambre de él. Rodeó su
rostro con las manos y le alzó la barbilla, hundiéndose en esa mirada
expuesta.
—Porque eres ardiente. Tu mano está quemando mi sexo —ella
empezó a moverla, haciendo que la temperatura bajo la toalla subiera unos
cuantos grados—. Porque no veo el momento de que tus labios se cierren entorno a
mí —introdujo un dedo en su boca y Karen lo rodeó con su lengua—. Sí, así —él
jadeó—. Porque cuando te recogí del suelo sólo pude pensar en apretarme entre
tus muslos abiertos —la tensión en su cuerpo empezaba a hacerse insoportable y
sonrió—. Porque siempre he alabado mi capacidad de contención, pero ahora mismo
estoy a punto de correrme en tu mano.
Karen se humedeció los labios y apretó su mano entorno a
él, haciendo más rápidos los movimientos. Le miró con los ojos vidriosos.
¡Dios! Solo de pensar en su semen goteando de su mano, se humedecía sin
remedio.
—¿Y si quiero que te corras en mi mano? —preguntó algo
cohibida.
—Yo preferiría correrme en tu boca —alzó la mano hasta
su nuca, hundiendo los dedos en su pelo –. Preferiría hacerlo dentro de ti.
Estuvo tentada de ponerse de rodillas y tomarle con su
boca. Pero no lo hizo, iría poco a poco. Tenían toda la noche por delante.
—Podrías correrte ahora en mi mano —dio un paso hacia
delante, rozándole el pecho con los duros pezones—. Luego podrías hacerlo en mi
boca —se humedeció los labios de nuevo, alzando el rostro hacia él—. Y después
dentro de mí, todo lo profundo que quieras.
—¿Eso es lo que tú deseas? —le preguntó, con sus
ardientes ojos clavados en su mirada.
Su única respuesta fue ponerse de puntillas y besarle
con su boca inexperta. Acarició los labios duros y los lamió tímidamente,
siguiendo un impulso de su cuerpo. El la dejaba hacer, observando con los ojos
entreabiertos la expresión de su cara. Ligeros toques de su lengua en la piel
húmeda de sus labios, leves succiones, mordisquitos intencionados. Los besos
que ella le daba, no parecían hacer más efecto que el roce de una pluma. Pronto
las dudas la asaltaron de nuevo. ¿Por qué no conseguía dar placer a un hombre?
¿Qué andaba mal en ella? Probablemente, si no estuviera acariciando su pene, se
le habría bajado al primer roce de sus labios.
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